Aún guardo en mi retina esa fotografía de aquellos jóvenes impresa en blanco y negro
en el couché de mis recuerdos. Su
historia –dicen– fue una tragedia, un espanto; estarían enfermos… ¡no!, ¡aquello fue distinto!
Comenzó una tarde en aquella esquina del viejo edificio de
la facultad donde cada tarde se citaban. Una mirada, un beso y el mundo se
suspendía, sólo el otro existía. Pero
aquella tarde, cuando sus bocas se alimentaban la una en la otra, ella notó –algo–un
resplandor, un fuego helado recorriendo su espinazo; no te ama, sus besos son para otra.
Por un momento, una hebra imperceptible
de tiempo apartó sus labios de los de él. Después, siguió besándole como
siempre. No dijo nada. El percibió la duda, la negación en los ojos de ella.
Tampoco dijo nada.
Aquel fulgor reapareció, aleatoriamente al principio, incesantemente
después. Ella pasaba las noches en vela; no me ama, sus promesas están vacías… El golpeaba con sus puños las mañanas,
maldiciendo al mundo por perderla. Jamás dijeron nada. Unas palabras sin
sentido escritas en tinta roja.
Pero sé, aquel rayo destructor que vi entonces no cesará,
aquella visión –horripilante guadaña espectral– sigue su camino, otro corazón quizás
aguarde.